-I-
Llego al aeropuerto de Tucumán. El bolso con ropa y la caja con manuales que llevo pesan mucho; y a eso hay que agregarle la mochila con la notebook. Por suerte hay carritos para transportar el equipaje.
Dentro del aeropuerto, como en todos ahora, no se puede fumar. Salgo y, mientras prendo un cigarrillo, miro a mí alrededor en busca de algún transporte que me lleve a la ciudad.
No hay autos ni gente frente a la puerta por la que salí de la terminal. A unos metros hay una parada de taxis. Pero no hay taxis, hay un hombre que espera. Quien sabe hace cuanto. En la otra punta de la terminal hay gente que también espera. Veo un solo auto que cierra su baúl y pronto parte.
Las nubes que causaron la turbulencia en nuestro descenso de pronto crujen y empieza a llover. Con el carrito cargado me apuro por volver bajo el techo de la terminal dejando atrás la parada de taxis, y al hombre que en vano espera bajo su techito.
A medida que me voy acercando al grupo de gente que espera en la otra punta del aeropuerto, voy notando en sus caras un clima que pendula entre el enojo y la resignación. El único puesto que agencia remises en el aeropuerto ya les cobró, pero ellos hace rato que esperan.
Cuando finalmente llega un auto, el chofer se baja y empieza a caminar hacia la terminal. Algunos de los que están esperando se le acercan con la esperanza de que les diga que es a ellos a quién va a llevar. Pero el hombre replica que él no es de la agencia de remises con la que ellos contrataron, que no los puede llevar.
Rápido el tucumanisimo conductor se da cuenta que yo no tengo el boleto de la agencia de remises, y yo termino de acomodar las piezas y entiendo que es mi salvación. Con una mirada nos entendimos, y empezamos a caminar hacia el auto. Había que irse rápido porque el clima se iba tensando a medida que la gente se percataba de que ellos ya habían pagado y hace rato que esperaban, mientras yo, descaradamente, me llevaba el único auto que habían visto pasar en los últimos 15 minutos.
De pronto un hombre desesperado en su espera no lo soporta más y se acerca al chofer reclamando ser llevado. El tucumano, rápido de vuelta, le contesta que tiene que llevar al señor, o sea a mi, a santiago del estero.
Yo se que él sabe que voy a Tucumán, no termino de entender porque, pero le sigo el juego. El hombre, que ya pagado en el puesto de remises, dice que no tiene problema en volver a pagar, y me pregunta a mi si me molestaría dejarlo a él en el hotel antes de seguir a santiago.
Instintivamente pienso en decirle que yo también voy al centro de Tucumán, que podemos compartir el gasto del remise. Pero también me doy cuenta de que si no digo nada y acepto su oferta el pagará todo el viaje y quizás yo una pequeña diferencia. Le digo que no tengo problema mientras guardo mi bolso en el baúl bajo la lluvia.
A la distancia oigo al hombre y al chofer que hablan. Asumo que estarán acordando el pago aunque no escucho bien lo que dicen con el ruido del granizo que empieza a caer y repica sobre el techo del auto. Nos apuramos por subir y pronto partimos ante la mirada atónita de quienes quedan esperando.